Si tuviera los ojos cerrados no sabría cuál es el objeto que
choca contra mi lengua y mi paladar, un objeto frío y con sabor a metal, pero
los parpados los tengo pegados a la frente, y observo todo, desde el cañón,
recorriendo el camino hacia una mano fina, pálida, hasta ver un rostro llorando
y chillando palabras, dudando de sí misma. Más atrás, sobre su hombro, otro
rostro, cubierto por una sabana, de piel pálida y pelo oscuro, gritando con la
misma intensidad, pero con rabia, con los ojos fijos sobre mi rostro, enraizada
al piso exclamando que debo morir.
El comienzo, confuso como la infancia, nuestras familias
eran evangélicas, y sus padres murieron un par de semanas después de
presentarnos, nos anunciaron que nos casaríamos cuando tuviéramos la mayoría de
edad, así que pasamos cada segundo de nuestros primeros años juntos, éramos
inseparables, pero el viaje al sur cambio todo. Eran las vacaciones de verano y
mis padres decidieron mostrarnos una iglesia en el sur de castro, en Chiloé,
donde según lo que nos contaron, dios había mandado una señal, trizando el
rostro de la virgen por la mitad, demostrando su falsa imagen, al principio no
entendíamos mucho, en verdad no entendíamos absolutamente nada, pero en aquella
iglesia comenzó nuestro romance verdadero.
La iglesia era entera de madera, con un suelo que crujía de
forma pausada, estaba vacía, pero abierta, teníamos acceso a todo, y como nunca
habíamos pisado una iglesia católica, nuestra infante curiosidad nos llevó a
los rincones más extraños de esta. Hacía frío y estábamos registrando el lugar
donde guardan las hostias, cuando mi papá nos llama y nos muestra la virgen. El
amor fue instantáneo, su imagen nos maravilló tanto que ambos comenzamos a
llorar, sus ojos nos transmitían un calor insoportable, su tez blanquecina nos
irradiaba una ternura vomitiva y nos lamentábamos que estuviera trizada a la
mitad, “hijos, no adoren jamás la imagen falsa de esa mujer”, decía mi papá
mientras nosotros sin poder contener los sollozos nos abrazábamos, estirábamos
nuestras manitos hacia ella y tratábamos de tocarla.
El resto no interesa mucho, basta con decir que mi padre y
mi madre tuvieron que sacarnos a rastras de la iglesia, y luego en la cabaña
nos llovieron golpes, golpes que no nos dolieron absolutamente nada, golpes que
más bien reforzaron nuestro amor a la virgen.
Nos escapábamos después de clases para ir a ver a la virgen,
y hasta compramos una chiquitita de yeso, a la que le conversábamos en la noche.
No eran palabras sordas, un día nos
dimos cuenta, después de que el director nos sorprendió escondidos en el baño,
hablándole a la virgen, y le pedimos a ella que por favor nos salvara de lo que
se venía: el director no alcanzo a llegar a su oficina cuando le dio un paro
cardíaco, fue ahí cuando empezamos a escucharla.
Al comienzo fueron peticiones fáciles de llevar a cabo,
comernos una biblia, golpear a los sacrílegos que no creían en ella, ese tipo
de cosas. Pero luego todo se tornó más complicado, asesinar al pastor de mi
iglesia, asesinar a mis padres, quemar la iglesia, secuestrar a unos mormones y
torturarlos, tareas que llevábamos a cabo con planes que mi compañera ideaba en
base a lo que la virgen le contaba, los cuales yo ejecutaba. Éramos la familia
perfecta.
Con mi compañera nos habíamos vuelto un bello matrimonio,
incondicional, dormíamos juntos, nos besábamos a escondidas , por que la virgen
nos decía que hacíamos mal, que la carnalidad era mala para nuestras almas, y
que nosotros debíamos alcanzar el cielo con lo que ella nos decía, con lo que
ella nos mandaba y nos mostraba. Pero nuestro amor era incomprensiblemente más
salvaje, no podíamos dejar de mirarnos, aunque eso implicara dejar a María de
lado.
Hicimos el amor un 16 de julio de 1996, luego de quemar una
iglesia evangélica en las cercanías del cerro alegre en Valparaíso. De ahí en
adelante María no nos dejaba tranquilos, nos prohibió estar cerca, nos alejaba
contando cosas privadas para cada uno, secretos celestiales que nos abrirían
las puertas del infierno, nuestro amor era grande, pero el miedo hacia la
virgen era mayor. Nuestra relación de amor y miedo hacia María nos llevó a una
distancia toxica, asfixiante.
Pasaron los meses y en noviembre, mientras preparábamos las
cosas para estallar la catedral evangélica de Santiago, mi esposa confeso que
estaba embarazada, frente a mí, frente a María, llorando, apretándose el
vientre, recogiéndose en sí misma, como queriendo introducirse en su propio
cuerpo y desaparecer. La virgen se volvió histérica, la trato de puta, de
pecadora, le dijo que pasaría sus días en el infierno, y apuntándome con el
dedo me dijo: “tú la condenaste, tú mismo te condenaste a los abismos del
infierno.”
El último plan se llevó a cabo el 25 de diciembre de 1996. Llegamos
a casa a recostarnos felices, caminamos tomados de las manos mientras un
estruendo brillante nos cubría la espalda, le bese la frente y le acaricie el
vientre, sabíamos que a pesar de todo la virgen nos dejaría entrar al cielo,
“te amo” pronunció, un poco asustada. Lloré de alegría.
María nos esperaba en el mismo rincón brillante de la casa,
el único lugar con luz en toda la edificación, nos sentamos a hablarle, pero no
parecía tan conforme como nosotros, le dijo a mi esposa que era momento, que
debíamos entrar al cielo a descansar, a vivir por la eternidad bajo el ala de
Dios. Entonces ella se levantó, y de detrás de la virgen sacó el revólver, cuyo
cañón tengo en mi boca. María chillaba que disparara contra mí, mi esposa no
podía, la noche era magnifica, el agujero en el techo me permitía ver la estrella
polar, me permitía ver a Dios mismo esperándome. Ambas gritaban, una diciendo
que dispare pronto, la otra diciendo que no podía, que su amor era tan grande
como ella, que su amor hacia mí era incluso más grande que dios, entonces, retirado
el cañón de entre mis dientes, le sonreí, le dije que lo hiciera, que el
paraíso nos esperaba, que no dudara de la virgen, que somos una familia
perfecta. Silencio.