Se miraban en silencio luego de
aquella narración triste sentadas en la mesa, una con una tacita de té y a otra
con una tacita de café, música sinuosa y la luz de un sol de invierno se
acostaba debajo de la mesa un mantelito con flores y unos cuadros en las paredes, más atrás ubicada frente a un sofá había una mesita con libros
sobre ella. El sofá para no ser menos también tenía un par de libros abiertos
en sus cojines –me voy- dijo la mujer tomando su bolso con lentitud y poniéndose
el abrigo. Los finales de ciertas historias suelen ser medianamente
inesperados, por este mismo motivo, aquella mujer que yacía de pie en la vereda
de una calle, con una casa a sus espalas y mirando el infinito del suelo, con
todo ese jardín de vida diminuta que danza alrededor de sus pies, sentía cómo
se desprendía de su objeto querido y de algo más pensaba de manera obsesiva en
como la significancia de aquello que había dejado se convirtió inesperadamente
en algo más grande a lo que ella jamás espero que significara. Lo importante no
es la mirada nostálgica de aquella mujer de abrigo rojo, sino el ser humano que
ahora tiene lo que el ser del abrigo rojo dejo atrás.
Todo
empieza cuando a cierta profesora de literatura de unos treinta y cinco años,
(o al menos eso decía ella) se le ocurre invitar a sus alumnos a una fiesta
para celebrar el termino de curso. En el fondo, ella no quería celebrar nada,
porque sentía cierto cariño hacia las almas a quienes había formado y de paso
la habían formado a ella.
Lo que
quedaba del viernes pasó al supermercado a comprar cosas para servir a sus
queridos invitados, siempre con la tortuosa idea de que no llegaría nadie pero,
aún así, confiaba de la misma forma como solía confiar a los catorce en amores
eternos, en que sus queridísimos alumnos no le fallarían.
Pasó parte
de la noche entre cigarro, lectura y pensamientos mortales de una fiesta
fracasada. En cómo se comportaban los jóvenes con los que ella compartió un
tiempo relativamente largo como serían ellos fuera de sus clases, prosiguió con
la mente en otro universo hasta que el sueño le tocó la mente y simplemente se
puso a dormir sentada en el sillón, con un libro cayéndose al suelo por la
falta de fuerza en la mano que lo sostenía.
A la mañana
siguiente se levantó con una sensación de ansiedad incontrolable, que se vio
saciada por las comidas correspondientes y el orden adecuado que se les hace a
las casas cuando vienen visitas a perturbar el templo personal del hogar.
Preparó las cosas y mientras se servía un vaso de agua para relajar la garganta,
la puerta sonó y murmullos se escucharon cerca de la puerta. Pasaron diez
jóvenes a su hogar, en fila y de a poco a medida que la profesora os saludaba
con un beso en la mejilla y con un abrazo amoroso. La fiesta particularmente,
fue normal. Nadie tomó más de a cuenta al menos nadie antes de que la profesora
tuviese que irse.
A eso de
las diez de la noche, su teléfono sonó justo cuando uno de sus alumnos había
detenida la música para cambiar la canción, fue entonces cuando ella contestó y
su rostro de alegría cambió por uno de preocupación maternal horrible. La
llamada la hizo su madre, quién tenía la voz temblorosa por el susto y la
preocupación. Ella lanzó palabras de consuelo como cuchillas por su impaciencia
al ver que su madre no progresaba con el relato. La respuesta era simple: su
hermano se había escapado de casa luego de pelear con su padre. Veinte minutos
tardó en contarle siquiera la mitad del conflicto, los motivos no importaron ya
que escuchando esto, la maestra tuvo que retirarse con toda la desconfianza que
eso conlleva. Entre la espada y la pared tuvo que lanzarse al auto, dejar la
copia de las llaves de casa y partir donde su madre. El resto de ese viaje ya
no importa, lo que importa es la casa o más bien o que ocurre dentro de ella.
Un alumno
se emborracha ligeramente, otros dos se van a hablar afuera, a lo que otros
tres le siguen para fumarse un pito piola cerca de la sombra de un árbol. El
resto se queda haciendo lo que sea que hacen los jóvenes en una fiesta.
Lo que nos
lleva al comportamiento inusual de una joven curiosa que camina por os pasillos
y habitaciones de la casa, con toda la confianza que se puede sentir en una
casa ajena. Lee el título de cada libro que hay en la casa, revisa cada estante
con los ojos brillosos se detiene ante un libro grueso, “Rayuela” de Julio
Cortázar. Ella lo toma con vacilación, desliza su dedo índice por el lomo del
libro, recorriendo cada letra que ahí se encontraba, ante tal aprecio lo toma
con suavidad y lo pone bajo su chaleco. Vuelve rauda hacia su mochila donde
guarda el libro, sin saber que unos ojos casuales la ven depositar rápidamente
el bulto. Su compañera sospecha, sospecha tanto que esparce el rumor de que lo
robó. Todo esto luego de que la fiesta terminara, luego de que a dueña de casa legase
dos horas después y que a los alumnos se les había ido la mayor parte de los
ojos rojos gracias a las gotas, y el borracho despachado en taxi a su casa, no
importaba porque todos sabían que la humillación y burla vendrían después de
eso.
Las preguntas
le llueve una semana después de eso ella lo niega rotundamente. La misma
cantidad que cree en su inocencia cree que es culpable. Discuten a ratos la
maestra jamás lo descubre, al menos no hasta que luego de unos meses ella va a
la playa y se encuentra casualmente con una alumna cualquiera.
Su viaje
termina unos días después, llega a la casa, se sienta sin dejar de pensar en
quién podría haber sido quien robó el libro. Qué libro habían robado y por qué
motivo. Sus deducciones le apuntaban tres nombres, quien le contó el rumor no
le dijo quién fue. Quizás por miedo, quizás por lealtad, quizás por falta de
memoria. La cosa es que ella ya tiene sospechosos pero de uno en particular:
Valeria. Pero aún sin saberlo había acertado.
No se
demora mucho en las indagaciones a su cabeza vino un día de desilusión al ver
el libro con gran valor que habían robado, la idea de encararla, de hacer que
le dé primero los motivos o cualquier cosa que le confirme la culpa y luego
encararla. Consigue la dirección, decide
visitarla sin avisar. Así puede incluso sorprenderla con el libro cerca.
El plan era
perfecto, casi perfecto relativamente perfecto. Tanto así, que al día siguiente
decide visitarla. Con la mente ganadora, lista para cualquier cosa, ella no
sedería. Un crimen es un crimen y ella no lo iba a permitir por el solo hecho
de que aquel objeto le traía un recuerdo fugaz, un recuerdo de ella un día
lunes en la mañana de la lluvia más larga de ese año, comprando el libro casi
por divina coincidencia. Golpea la puerta Valeria responde, abre la puerta y la
hace pasar. Le sirve un té a su profesora, ella toma café. En su intento por
forzar a su alumna a confesar el horrendo crimen de robar tal pieza de arte. Le
pregunta por su libro favorito, pensando según su criterio qué sería la forma
más rápida de llegar a tema de los libros. “Rayuela, de Cortázar” dice la joven
con una mirada melancólica en la pequeña burbuja de café que estaba pegada en
la pared de a taza. Ella le cuenta cómo
es que le gusta el libro, le cuenta de su abuelo, de cómo él murió en un
incendio y de cómo antes del accidente le contaba algunos fragmentos del libro,
también le contó de aquella vez en que su abuelo le leyó el capítulo sesenta y
ocho. Le mencionó también cómo no volvió a tocar el libro luego de la
tragedia. El resto es solo la sensación
derrumbada de victoria que tiene la profesora, el cómo decide irse. Se acerca a
la puerta dando una última mirada a la mesa y a las dos tazas, al rostro de su
alumna y a la perfecta escena de despedida, porque la profesora no solo se
despide del libro y de la alumna, también deja algo sobre ella. No sabe qué es,
no es algo físico, es algo solamente y si es, es. Salió de la casa con una
sonrisa en el rostro, en el instante en que llegó a la vereda se cerró la puerta
que reposaba tras ella, automáticamente su sonrisa se derritió, pensando en el
recuerdo de aquello que jamás le significó tanto, como al ser humano al que le
pertenece ahora.
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