miércoles, 15 de julio de 2015

Mapocho

Él quería un dinosaurio, no uno de plástico como los que sus padres le habían comprado, de esos ya tenía unos mil, el quería uno de verdad, con escamas y dientes filosos, quería uno grande como un edificio, en el que pudiera montarse y jugar, destruir algún edificio, hacer ondas en los vasos de agua, que la gente respetara a su bestia y a la vez, le tuviera cierto cariño, porque tenía planeado ser un justiciero dinosauril, de esos que atrapan ladrones y villanos.
Le contó a su papá lo que quería, y mientras se lo decía, su padre pensaba en la ternura de su hijo. El niño le seguía describiendo las características de su criatura y el padre, sin titubear, le dijo: esas cuestiones están extintas, pero puedo comprarte una réplica si quieres.
El niño, dando cuenta de la inutilidad de su padre en sus planes, decidió ir a buscar su dinosaurio, ver la forma de volverlo real, así que preparo una mochila, tomó un par de billetes que escondía su madre en el dormitorio, agarró su tiranosaurio de plástico, y partió en busca de la bestia.
El niño recorrió muchos caminos, tomo muchas micros y transitó varias calles, siempre comía en un lugar diferente, se encontró con otros niños que buscaban cosas, uno quería encontrar a su amigo imaginario, otro quería encontrar a su padre, a otro incluso se le había extraviado su mascota. Una vez, se encontró con un adulto que buscaba algo, y eso a él le parecía raro, porque pensaba que los adultos ya tenían todo lo que necesitaban, decía: apenas uno se vuelve adulto, consigue lo que quiere.

Su búsqueda no duro mucho, porque una vez arrancando de unos señores vestidos de verde, se tropezó en el puente que cruza el Mapocho, soltando sin querer a su dinosaurio de plástico, que cayó al agua casi sin hacer ruido, lo que el niño no esperaba, es que las aguas químicas de aquel cause, convirtieron las moléculas del dinosaurio de plástico, y las volvieron de carne y hueso, su cabeza comenzó a crecer y crecer, rompiendo el puente donde estaba el niño, haciéndolo caer maravillado, la gente empezó a gritar y correr, en todas direcciones. los autos chocaban en todos lados, la gente intentaba huir despavorida y el caos era tan grande, el ruido tan fuerte y la bestia tan enorme, que se veía y se escuchaba desde todos los rincones de Santiago. Su cola tenía el largo de toda la alameda, y era tan alto como el cerro san Cristóbal,  el niño con una sonrisa en su rostro, estiro los brazos hacia la criatura, dejando como último pensamiento, que la imaginación, puede convertir la cosa más pequeña, en la sorpresa más grande.

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